Lees una noticia y tu mente empieza a trabajar, de informarte a acabar reflexionando para llegar a una conclusión: echo de menos ir a catequesis.

Sí, lo confieso. 

Pese a no ser practicante ni creyente a tiempo completo (no hay ateos en las trincheras ni en exámenes importantes), al leer que  la Iglesia donde hice la Primera Comunión y me confirmé por imperativo parental cerraba sus puertas mi mente no podía quedarse simplemente con el dato, así que empezó a divagar.

Empecé a comparar como eran mis clases de catequesis y como son las de los niños precomunión que conozco (es decir, hijos de primos o de amigos) y me soprendí para mal.

Recuerdo pequeñas pinceladas, pero son suficientes como para afirmar con certeza que para mi ir a la catequesis de preparación para la primera comunión no era una penitencia. Era algo bastante interesante y quitando la parte en que te explican cuando levantarte en misa , las dichosas crucecitas que tienes que hacerte después de no recuerdo qué frase y tener que disfrazarse de pastorcilla en navidad eran bastante aptas incluso para ateos y agnósticos.

Te enseñaban lo imprescindible para no sentirte un pato mareado en misa, y el resto eran cuentos, parábolas, reflexiones del cura y luego por grupos con tu catequista haciendo alguna manualidad o comentando con el resto de niños lo que antes te habían contado.

Incluso recuerdo algunas de esas historias, una de ellas era la de un hombre al que Dios le había dicho que iba a ir a verle a su tienda el lunes, y el señor todo engalanado vio como pasaban las horas y su señor Dios no aparecía. Y al preguntarle que porqué no había ido (full drama) Dios le respondió que entró varias veces, cuando fue amable con el cliente que no tenía suficiente para pagar el pan porque era muy pobre y se lo regaló y en definitiva cada vez que hizo de buen samaritano ese día. Un buen tío.


Y otra era la de una luciérnaga a la que perseguían el resto de insectos y cuando preguntó por qué le perseguían le respondieron “porque  nos molesta que luzcas, que brilles” (es decir, que destaques) lo cual en aquel momento me parecía algo imposible pero que irónicamente acabé experimentando en el instituto, “sorodidad”.


Y si, después de irme por las ramas recordando mil anécdotas que creía olvidadas, llegué a la conclusión de que echaba de menos la catequesis, no por el aspecto religioso, sino por el hecho de tener un espacio donde compartir reflexiones sobre cosas que al fin y al cabo forman parte de nuestra moral, un espacio de debate y de intercambio de impresiones, y donde aprender algo, aunque sea una historia que años más tarde experimentes en tus carnes, como en mi caso fue la historia de la luciérnaga, que aunque de mal gusto, te ayuda a entender por qué, a digerirlo aunque te parezca injusto y te genere rechazo, a afrontarlo y a saber quien quieres ser.

En definitiva, una vuelta a compartir un pequeño tiempo semanal como es una hora a la semana en un espacio donde contrastar sensaciones, formas de ver las cosas…

Por desgracia, hay pocas opciones, o te apuntas a un club de lectura (que no es lo mismo), o con suerte y enchufismo, de Diputado al Congreso, aunque viendo como ese lugar se ha convertido en el lugar donde sacar las vergüenzas y el insulto y lo complicado de llegar a diputado, salvo enchufismos o por concubinato,  pues te quedas como yo, escribiendo en un blog que nadie lee y como un modo de lidiar con otra noche de insomnio patrocinada por una gastritis y anhelando encontrar quizás algo parecido pero a aquello que implicaba ir a catequesis que resulta inimaginable hoy día que pudiera ocurir, una especie de grupo de sociedad civil, un Gran Café Gijón.


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